Es diciembre y ha llovido sin interrupción desde octubre, diosecillos meteorológicos predicen que los aguaceros continuaran ahogando a pueblos ribereños, sin embargo, un alud de tierra acaba de sepultar a cuarenta y cinco hermanos míos, habitantes de una de las laderas del Norte de una ciudad a la que llamo Babel.
En estas vacaciones y al mal estado de las carreteras no empacamos maletas. Decidimos quedarnos en casa como un gesto de solidaridad por los que se llevó la creciente, por los que sepultó la avalancha de aquella frágil montaña, mientras las mamás les celebraban la primera comunión a sus hijos e hijas, sin la presencia de un papá. Esos vastaguillos y polluelas solo son frutos del amor pasajero.
Ahora que ya no hay pescas milagrosas”, tuvimos que quedarnos en casa, para evitar también una avalancha.
El niño dios quien ya ha muerto hace rato en la conciencia de mi hija Yajaira, “le ha traído una bicicleta naranja”. Ella tampoco ha querido montar su bicicleta, afuera están quemando pólvora que estalla como truenos para ahuyentar quizá la tristeza que se agazapa en esta navidad fría, aguada, sombría, pero las ondas explosivas hacen que las nubes continúen derramando más agua, entonces, Babel sigue inundada de lodo, escombros —humanos— y lágrimas fingidas, porque aquí no ha pasado nada, Babel es la ciudad del olvido.
Hace poco, otra montaña se desprendió y ha tapado a varias familias enteras, no se sabe aun cuántos son los desaparecidos, pero el reporte oficial ha dicho que “la tragedia ocurrió en un barrio popular, habitado por gentes marginadas”. Esas víctimas son del Sur de Babel, otros hermanos míos.
Este año la navidad ha sido una sola congoja, soledad y vacío para los del Norte y Sur de una ciudad que aparenta ser optimista con sus monigotes de luces parpadeantes, y en mi caso, mucho más, cinco de mis libros de cabecera se mojaron durante toda la noche debido a los goterones que incesantes tamborilean como dedillos sobre el tejado de zinc carcomido por el óxido, la intemperie, la lluvia y la miseria.
Ha caído la noche, la lluvia no cesa. Una rana en punta, con la boca abierta hacia el cielo traga agua y después trata —quizás—de silenciar la tormenta con su chillido agónico.
Iván G.
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