Meciéndose en una hamaca a la sombra de un florecido almendro en un mediodía estival, Archila Pozal soñaba o recordaba –nunca lo supo bien- entredormido:
A la hora de la siesta, después de haber almorzado un sancochazo de pescado, vinieron por ellos unos oscuros pajarracos de mierda, mensajeros de la muerte, llenando de luctuosa soledad las hamacas en donde sesteaban. Aunque el miedo se apoderó del lugar, el único que permaneció inalterable fue el reloj trestornillos pulsado a la inocente mano izquierda –eterna ya- de Angelmiro Pozal.
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