Rey pipí
Por: Iván Graciano Morelo Ruiz
Medardo Licona era un reconocido ganadero del norte de Urabá. Los demás hombres, incluidos sus trabajadores, le tenían envidia y a la vez miedo, no tanto por sus miles de cabezas de ganado —ganado que, era notable, comía mejor que ellos mismos—, sino porque acostumbraba gozar de las más lindas y virginales jovencitas de la región pagando a sus padres pequeñas fortunas en plata o en vacas. Enloquecía casi de ver princesitas de pechos paraditos, duros y puntiagudos, a los que le gastaba largas horas de libidinoso alelamiento para verlos cómo crecían ante sus ojos; eran sus preferidos. El viejo ganadero ponía en lista de espera por orden de edades a las niñas preadolescentes, las “pelucitas”, decía él, hasta que fueran cumpliendo quince añitos. Por eso era conocido jocosamente en toda la región como “el quinceañero” o “el rey pipí”.
Quienes lo conocieron en sus años mozos aseguran que fue, desde entonces, un empedernido enamorado, un donjuan de vereda. Otros afirman que ha sido siempre un pervertido adicto a los “duritos”, porque inauguraba muchachitas en flor, capullitos, en medio de parrandas dionisiacas y extravagantes comilonas de carne y yuca que podían durar semanas enteras, o el tiempo que le durara el encoñe y la proverbial arrechera de sátiro. Se cuenta que en su gigantesca cama, hecha de santacruz y reforzadas sus esquinas con hierro macizo, desfloró más de seiscientas mujercitas, en su mayoría criollas y chilapitas sudorosas, mujeres mágicas y hermosas, doradas por el sol del Darién y los vientos tibios de mi región, mujeres a las que tanto quiero y llevo en mi corazón. ¡Vaya un homenaje especial a ellas carajo!
Por aquella época se tenía por costumbre en la zona truequiar, por una joven casadera, una hectárea de tierra, un rancho de paja, una cuadra de burros o bien, en casos excepcionales, un hatillo de vacas. El único que se podía dar ese lujo entonces era Medardo Licona.
Después de haber tenido en su cama a tantas mujeres, y preñado a más de una, “el rey pipí”, al final de sus días, ya viejo y enfermo, se enamoró perdidamente de una niña, quien, a pesar de tener una leve cojera, era la más hermosa de mi pueblo: una chilapita de silvestre belleza, ¡a la que tanto quise y aún adoro, a Mercedes! De ella me enamoré en la escuela, haciendo todos los días las tareas solitos…
Un día vendrá ese viejo y se la llevará, y en su lugar dejará unas cuantas vacas, pensaba con rabia. Sin embargo me alentaba la idea de que por cojita, “el rey pipí” no se iba a fijar en mi amor secreto, pero me engañé. Y llegó el día. Una tarde de abril, mientras estábamos jugando “besitos robados”, llegó por ella. Sin el mínimo protocolo la obligó a subir a un caballo negro, y galoparon hacia el olvido. En un último gesto Mercedes y yo alcanzamos a decirnos algo con las miradas antes de que desapareciera para siempre. Al evocar el recuerdo del musical chupeteo de nuestros primeros y tímidos besos, de su tierna mirada, se me atraviesan en la mente un montón de vacas gordas que me miran con una risilla burlona, y me rompen la magia del momento evocador.
Pasó un año sin saber nada de Mercedes Narváez, desde que ese abominable vejete se la llevó a lejanas tierras. Los padres de ella, muy emocionados, me contaron ayer que tres vacas más habían parido y que una estaba preñada. Cuando llegué a mi casa me puse a mamar ron, a llorar.
Cierto día recibí una corta nota de Merce, al parecer escrita de afán, con unas palabras esperanzadoras: “Gregorio Anaya, cada vez que veo vacas — a las que tanto odio—, te recuerdo y me echo a llorar toda la tarde en el pasto. Te cuento que estoy preñada, será mi primer hijo, y estoy pensando seriamente en ponerle tu nombre”.
A los pocos días le respondí: Mi amada Merce: solo espero que él se muera pronto, porque si no, seré yo el que…
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