Por: Iván Graciano Morelo Ruiz
A las cuatro de la madrugada inició la aventura selva adentro. Se hizo acompañar de Camaleón, un raro espécimen de perro cobrador, lampiño, al que solo le gustaba perseguir mariposas exóticas. Después de rezar una oración que él mismo había inventado para protegerse de las culebras, se internó en la manigua en busca de un árbol misterioso llamado santacruz, del que esperaba sacar madera de fina veta para realizar una serie de esculturas religiosas. Llegó hasta él, le midió la monumental altura con la mirada — calculó que tardaría una semana para caer—, quiso recorrerlo en redondo pero casi se pierde, por lo que tuvo que devolverse. Motosierra en mano, se paró frente al centenario santacruz, se persignó tres veces, y se dispuso a librar una batalla troyana en la derribada; no pudo: un presentimiento lo azoró, las piernas le temblaban de pánico y prorrumpió a llorar desconsolado hasta entrar en un profundo sueño. Cuando Camaleón regresó de su cacería desde un espeso tagual con un ejemplar de la alucinógena mariposa diabla en la boca,
encontró al artista del madera tendido sobre las hojarascas con varias flores de borrachero a su alrededor.
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